西语童话阅读:Ladríade(4)
Frente a la Escuela Militar se extiende, en tiempo de paz, la arena de la guerra, un campo sin hierba ni planta alguna, un trozo de estepa arenosa arrancada al desierto de áfrica, donde el espejismo exhibe sus fantásticos castillos aéreos y jardines colgantes. Pero en el Campo de Marte se alzaban éstos aún más hermosos y maravillosos, pues la humana inteligencia ha sabido trocar en realidad las mentidas imágenes atmosféricas.
Se ha construido el palacio del Aladino de la Era moderna -se decía-. Día tras día, hora tras hora, va desplegándose en toda su milagrosa magnificencia. Mármoles y colores realzan sus espaciosos salones. El ?maestro sin sangre? mueve aquí sus miembros de hierro y acero en la gran sala circular de las máquinas. Verdaderas obras de arte, hechas en metal, en piedra, en fibras textiles, pregonan la vida del espíritu que anima todos los países del mundo. Salas de pinturas, el esplendor de las flores, todo cuanto el talento y la habilidad pueden crear en el taller del artesano, aparece aquí expuesto. Hasta los monumentos de la Antigüedad sacados de los viejos palacios y de las turberas se han dado cita en París.
El grandioso conjunto, abrumador en su riqueza, debe descomponerse en peque?os fragmentos, reducirse a un juguete, para que pueda ser abrazado y captado en su integridad.
Como una gran mesa navide?a, el Campo de Marte albergaba un mágico palacio de la Industria y del Arte, y en torno a él se exponían envíos de todos los países; cada nación encontraba allí un recuerdo de la patria.
Aparecía aquí el palacio real de Egipto, y más allá la caravanera de las tierras desérticas. El beduino había abandonado su soleado país y paseaba por París montado en su camello. Las cuadras rusas cobijaban los fogosos y soberbios caballos de las estepas. La casita de campo danesa, con el techo de paja y la bandera de Danebrog, se alzaba junto a la casa de madera de Gustavo Wasa de Dalarne, con sus primorosas tallas. Chozas americanas, ?cottages? ingleses, pabellones franceses, quioscos, iglesias y teatros estaban dispuestos en derredor con arte y gracia exquisitos, y entre ellos había frescos céspedes, claras aguas fluyentes, floridos setos, árboles raros, invernaderos en cuyo interior creía uno hallarse en plena selva tropical; grandes rosaledas traídas de Damasco florecían bajo un tejado. ?Qué riqueza de colores y perfumes!
Grutas artificiales con columnas estalactiticas encerraban aguas dulces y salobres, ofreciendo una vista panorámica del reino de los peces; estaba uno como en el fondo del mar, entre peces y pólipos.
-Todo eso -decían- contiene y exhibe el Campo de Marte, y en torno a la inmensa mesa del banquete, opíparamente servida, se mueve el enorme gentío como laborioso hormiguero, a pie o en diminutos carruajes, pues no todas las piernas resisten la agotadora peregrinación.
Acude la gente desde las primeras horas de la ma?ana hasta la noche cerrada. Un vapor tras otro, abarrotados de público, bajan por el Sena, el número de vehículos aumenta por momentos, los tranvías y ómnibus van hasta los topes. Todas esas riadas de gente confluyen hacia un mismo punt la exposición de París. Las entradas del recinto están adornadas con banderas de Francia: alrededor del bazar de los países ondean los colores de todas las naciones; de la sala de maquinaria llega un fuerte zumbido, los campanarios envían las melodías de los carillones, el órgano suena en los templos, y a sus notas se mezclan, gangosos y enronquecidos, los cantos de los cafés orientales. Se diría un imperio babilónico, una lengua cosmopolita, una maravilla del Universo.
Así era, en efecto, decían las noticias que llegaban de allí. ?Quién no las oía? La dríade sabía todo lo que acabamos de contar acerca del nuevo milagro de la ciudad de las ciudades.
-?Vuelen, aves! ?Vuelen a verlo y vuelvan a contármelo! -suplicaba la dríade.
Su deseo se convirtió en un anhelo ardiente, y he aquí que en la noche clara y silenciosa, a la luz de la luna, la dríade vio cómo del luminoso astro de la noche salía una chispa, que descendió como una estrella fugaz y se detuvo delante del árbol, cuyas ramas se estremecieron como al embate de una brusca ventolera. Apareció entonces una figura imponente y luminosa, y habló con voz suave y recia a la vez, como las trompetas que el día del Juicio Final nos llamarán a escuchar nuestra sentencia