西语童话素材:Laagujadezurcir02
-¿Usted debe ser un diamante, verdad?
-Bueno... sí, algo por el estilo.
Y los dos quedaron convencidos de que eran joyas excepcionales, y se enzarzaron en una conversación acerca de lo presuntuosa que es la gente.
-¿Sabes? yo viví en el estuche de una señorita -dijo la aguja de zurcir-; era cocinera; tenía cinco dedos en cada mano, pero nunca he visto nada tan engreído como aquellos cinco dedos; y, sin embargo, toda su misión consistía en sostenerme, sacarme del estuche y volverme a meter en él.
-¿Brillaban acaso? -preguntó el casco de botella.
-¿Brillar? -exclamó la aguja-. No; pero a orgullosos nadie los ganaba. Eran cinco hermanos, todos dedos de nacimiento. Iban siempre juntos, la mar de tiesos uno al lado del otro, a pesar de que ninguno era de la misma longitud. El de más afuera, se llamaba «Pulgar», era corto y gordo, estaba separado de la mano, y como sólo tenía una articulación en el dorso, sólo podía hacer una inclinación; pero afirmaba que si a un hombre se lo cortaban, quedaba inútil para el servicio militar. Luego venía el «Lameollas», que se metía en lo dulce y en lo amargo, señalaba el sol y la luna y era el que apretaba la pluma cuando escribían. El «Larguirucho» se miraba a los demás desde lo alto; el «Borde dorado» se paseaba con un aro de oro alrededor del cuerpo, y el menudo «Meñique» no hacía nada, de lo cual estaba muy ufano. Todo era jactarse y vanagloriarse. Por eso fui yo a dar en el vertedero.
-Ahora estamos aquí, brillando -dijo el casco de botella. En el mismo momento llegó más agua al arroyo, lo desbordó y se llevó el casco.
-¡Vamos! A éste lo han despachado -dijo la aguja-. Yo me quedo, soy demasiado fina, pero esto es mi orgullo, y vale la pena.
Y permaneció altiva, sumida en sus pensamientos.
-De tan fina que soy, casi creería que nací de un rayo de sol. Tengo la impresión de que el sol me busca siempre debajo del agua. Soy tan sutil, que ni mi padre me encuentra. Si no se me hubiese roto el ojo, creo que lloraría; pero no, no es distinguido llorar.
Un día se presentaron varios pilluelos y se pusieron a rebuscar en el arroyo, en pos de clavos viejos, perras chicas y otras cosas por el estilo. Era una ocupación muy sucia, pero ellos se divertían de lo lindo.
-¡Ay! -exclamó uno; se había pinchado con la aguja de zurcir-. ¡Esta marrana!
-¡Yo no soy ninguna marrana, sino una señorita! -protestó la aguja; pero nadie la oyó. El lacre se había desprendido, y el metal estaba ennegrecido; pero el negro hace más esbelto, por lo que la aguja se creyó aún más fina que antes.
-¡Ahí viene flotando una cáscara de huevo! -gritaron los chiquillos, y clavaron en ella la aguja.
-Negra sobre fondo blanco -observó ésta-. ¡Qué bien me sienta! Soy bien visible. ¡Con tal que no me maree, ni vomite!
Pero no se mareó ni vomitó.
-Es una gran cosa contra el mareo tener estómago de acero. En esto sí que estoy por encima del vulgo. Me siento como si nada. Cuánto más fina es una, más resiste.
-¡Crac! -exclamó la cáscara, al sentirse aplastada por la rueda de un carro.
-¡Uf, cómo pesa! -añadió la aguja-. Ahora sí que me mareo. ¡Me rompo, me rompo!
Pero no se rompió, pese a haber sido atropellada por un carro. Quedó en el suelo, y, lo que es por mí, puede seguir allí muchos años.