西班牙与阅读资料:Loschanclosdelasuerte06
Se volvió a sentar y a dar cabezadas; el sue?o no lo abandonaba, pues aún llevaba los chanclos puestos. Una estrella errante surcó el cielo.
??Allá va! -dijo-, pero, ?qué importa, con las que hay! Me habría gustado ver esas cosas más de cerca, especialmente la Luna, que no se escapa tan deprisa como las estrellas errantes. Según aquel estudiante, cuya ropa lava mi mujer, cuando morimos vamos volando de estrella en estrella. Es un cuento, desde luego, pero lo bonito que sería, si fuera verdad. Ojalá pudiera yo pegar un saltito hasta allí; el cuerpo podría quedarse aquí, echado en la escalera?.
?Sabes?, hay ciertas cosas en el mundo que no deben mentarse sin mucho cuidado; pero hay que redoblar aún la prudencia cuando se llevan puestos los chanclos de la suerte. Escucha, si no, lo que le sucedió al vigilante.
Todos conocemos la velocidad de la tracción a vapor; la hemos experimentado, ya viajando en ferrocarril, ya por mar, en barcos; pero este vuelo es como la marcha de un caracol comparada con la velocidad de la luz; corre diecinueve millones de veces más rápida que el mejor corredor, y, sin embargo, la electricidad todavía la supera. La muerte es un choque eléctrico que recibimos en el corazón; en alas de la electricidad, el alma, liberada emprende el vuelo. Ocho minutos y unos segundos necesita la luz del sol para efectuar un viaje de más de veinte millones de millas; con el tren expreso de la electricidad, el alma necesita solamente unos pocos minutos para efectuar el mismo recorrido. El espacio que separa los astros no es para ella mayor que para nosotros las distancias que, en una misma ciudad, median entre las casas de nuestros amigos, incluso cuando son vecinas. Pero este choque eléctrico cardíaco nos cuesta el uso del cuerpo aquí abajo, a no ser que, como el vigilante, llevemos puestos los chanclos de la suerte.
En breves segundos recorrió nuestro hombre las cincuenta y dos mil millas que nos separan de la Luna, la cual, como se sabe, es de una materia más ligera que nuestra Tierra; podríamos decir que tiene la blanda consistencia de la nieve recién caída. Se encontró en una de aquellas innúmeras monta?as anulares que conocemos por el gran mapa de la Luna que trazara el doctor M?dler; lo has visto, ?verdad? Por el interior era un embudo que descendía cosa de media milla, y en el fondo se levantaba una ciudad, cuyo aspecto podemos figurarnos si batimos claras de huevo en un vaso de agua; los materiales eran blandos como ellas, y formaban torres parecidas, con cúpulas y terrazas en forma de velas, transparentes y flotantes en la tenue atmósfera. Nuestra tierra flotaba encima de su cabeza como un globo de color rojo oscuro.
Inmediatamente vio un gran número de seres, que serían sin duda los que nosotros llamamos ?personas?; pero su figura era muy distinta de la nuestra. Tenían también su lengua, y nadie puede exigir que un vigilante nocturno la entendiera; pues bien, a pesar de ello, resultó que la entendía.
Sí, se?or, resultó que el alma del vigilante entendía perfectamente la lengua de los selenitas, los cuales hablaban de nuestra Tierra y dudaban de que pudiese estar habitada. En ella la atmósfera debía de ser demasiado densa para permitir la vida de un ser lunático racional. Consideraban que sólo la Luna estaba habitada; era, según ellos, el astro idóneo para servir de vivienda a los moradores del universo.
Pero volvamos a la calle del Este y veamos qué pasa con el cuerpo del vigilante nocturno.
Yacía inanimado en la escalera; el chuzo le había caído de la mano, y los ojos tenían la mirada clavada en la Luna, donde vagaba su alma de bendito.
-?Qué hora es, vigilante? -preguntó un transeúnte. Pero el vigilante no respondió. Entonces el hombre le dio un capirotazo en las narices, con lo que el cuerpo perdió el equilibrio, quedando tan largo como era; ?el vigilante estaba muerto! Al transeúnte le sobrevino una gran angustia ante aquel hombre al que acababa de propinar un capirotazo. El vigilante estaba muerto, y muerto quedó; se dio parte, se comentó el acontecimiento, y a la madrugada trasladaron el cuerpo al hospital.
Ahora bien, ?cómo se las iba a arreglar el alma, si se le ocurría volver, y, como es muy natural, buscaba el cuerpo en la calle del Este? Allí, desde luego, no lo encontraría. Lo más probable es que acudiese a la policía, y de ella a la oficina de informaciones, donde preguntarían e investigarían entre los objetos extraviados; y luego iría al hospital. Pero tranquilicémonos; el alma es muy inteligente cuando obra por sí misma; es el cuerpo el que la vuelve tonta.
Según ya dijimos, el cuerpo del vigilante fue a parar al hospital y depositado en la sala de desinfección, donde, como era lógico, la primera cosa que hicieron fue quitarle los chanclos, con lo cual el alma hubo de volver. Se dirigió enseguida al lugar donde estaba el cuerpo, y un momento después nuestro hombre estaba de nuevo vivito y coleando. Aseguró que acababa de pasar la noche más horrible de su vida; ni por un escudo se avendría a volver a las andadas; suerte que ya había pasado.