西语童话阅读:Elcompañerodeviaje(2)
分类: 西班牙语
时间: 2023-06-22 13:42:05
作者: 全国等级考试资料网
Pensó entonces Juan en las bellezas que vería en el amplio mundo y siguió su camino, mucho más allá de donde llegara jamás. No conocía los lugares por los que pasaba, ni las personas con quienes se encontraba; todo era nuevo para él.
La primera noche hubo de dormir sobre un montón de heno, en pleno campo; otro lecho no había. Pero era muy cómodo, pensó; el propio Rey no estaría mejor. Toda la campi?a, con el río, la pila de hierba y el cielo encima, formaban un hermoso dormitorio. La verde hierba, salpicada de florecillas blancas y coloradas, hacía de alfombra, las lilas y rosales silvestres eran otros tantos ramilletes naturales, y para lavabo tenía todo el río, de agua límpida y fresca, con los juncos y ca?as que se inclinaban como para darle las buenas noches y los buenos días. La luna era una lámpara soberbia, colgada allá arriba en el techo infinito; una lámpara con cuyo fuego no había miedo de que se encendieran las cortinas. Juan podía dormir tranquilo, y así lo hizo, no despertándose hasta que salió el sol, y todas las avecillas de los contornos rompieron a cantar: ??Buenos días, buenos días! ?No te has levantado aún??.
Tocaban las campanas, llamando a la iglesia, pues era domingo. Las gentes iban a escuchar al predicador, y Juan fue con ellas; las acompa?ó en el canto de los sagrados himnos, y oyó la voz del Se?or; le parecía estar en la iglesia donde había sido bautizado y donde había cantado los salmos al lado de su padre.
En el cementerio contiguo al templo había muchas tumbas, algunas de ellas cubiertas de alta hierba. Entonces pensó Juan en la de su padre, y se dijo que con el tiempo presentaría también aquel aspecto, ya que él no estaría allí para limpiarla y adornarla. Se sentó, pues en el suelo, y se puso a arrancar la hierba y enderezar las cruces caídas, volviendo a sus lugares las coronas arrastradas por el viento, mientras pensaba: ?Tal vez alguien haga lo mismo en la tumba de mi padre, ya que no puedo hacerlo yo?.
Ante la puerta de la iglesia había un mendigo anciano que se sostenía en sus muletas; Juan le dio los peniques que guardaba en su bolso, y luego prosiguió su viaje por el ancho mundo, contento y feliz.
Al caer la tarde, el tiempo se puso horrible, y nuestro mozo se dio prisa en buscar un cobijo, pero no tardó en cerrar la noche oscura. Finalmente, llegó a una peque?a iglesia, que se levantaba en lo alto de una colina. Por suerte, la puerta estaba sólo entornada y pudo entrar. Su intención era permanecer allí hasta que la tempestad hubiera pasado.
-Me sentaré en un rincón -dijo-, estoy muy cansado y necesito reposo.
Se sentó, pues, juntó las manos para rezar su oración vespertina y antes de que pudiera darse cuenta, se quedó profundamente dormido y transportado al mundo de los sue?os, mientras en el exterior fulguraban los relámpagos y retumbaban los truenos.
Se despertó a medianoche. La tormenta había cesado, y la luna brillaba en el firmamento, enviando sus rayos de plata a través de las ventanas. En el centro del templo había un féretro abierto, con un difunto, esperando la hora de recibir sepultura. Juan no era temeroso ni mucho menos; nada le reprochaba su conciencia, y sabía perfectamente que los muertos no hacen mal a nadie; los vivos son los perversos, los que practican el mal. Mas he aquí que dos individuos de esta clase estaban junto al difunto depositado en el templo antes de ser confiado a la tierra. Se proponían cometer con él una fechoría: arrancarlo del ataúd y arrojarlo fuera de la iglesia.
-?Por qué quieren hacer esto? -preguntó Juan-. Es una mala acción. Dejen que descanse en paz, en nombre de Jesús.
-?Tonterías! -replicaron los malvados-. ?Nos enga?ó! Nos debía dinero y no pudo pagarlo; y ahora que ha muerto no cobraremos un céntimo. Por eso queremos vengarnos. Vamos a arrojarlo como un perro ante la puerta de la iglesia.
-Sólo tengo cincuenta florines -dijo Juan-; es toda mi fortuna, pero se los daré de buena gana si me prometen dejar en paz al pobre difunto. Yo me las arreglaré sin dinero. Estoy sano y fuerte, y no me faltará la ayuda de Dios.
La primera noche hubo de dormir sobre un montón de heno, en pleno campo; otro lecho no había. Pero era muy cómodo, pensó; el propio Rey no estaría mejor. Toda la campi?a, con el río, la pila de hierba y el cielo encima, formaban un hermoso dormitorio. La verde hierba, salpicada de florecillas blancas y coloradas, hacía de alfombra, las lilas y rosales silvestres eran otros tantos ramilletes naturales, y para lavabo tenía todo el río, de agua límpida y fresca, con los juncos y ca?as que se inclinaban como para darle las buenas noches y los buenos días. La luna era una lámpara soberbia, colgada allá arriba en el techo infinito; una lámpara con cuyo fuego no había miedo de que se encendieran las cortinas. Juan podía dormir tranquilo, y así lo hizo, no despertándose hasta que salió el sol, y todas las avecillas de los contornos rompieron a cantar: ??Buenos días, buenos días! ?No te has levantado aún??.
Tocaban las campanas, llamando a la iglesia, pues era domingo. Las gentes iban a escuchar al predicador, y Juan fue con ellas; las acompa?ó en el canto de los sagrados himnos, y oyó la voz del Se?or; le parecía estar en la iglesia donde había sido bautizado y donde había cantado los salmos al lado de su padre.
En el cementerio contiguo al templo había muchas tumbas, algunas de ellas cubiertas de alta hierba. Entonces pensó Juan en la de su padre, y se dijo que con el tiempo presentaría también aquel aspecto, ya que él no estaría allí para limpiarla y adornarla. Se sentó, pues en el suelo, y se puso a arrancar la hierba y enderezar las cruces caídas, volviendo a sus lugares las coronas arrastradas por el viento, mientras pensaba: ?Tal vez alguien haga lo mismo en la tumba de mi padre, ya que no puedo hacerlo yo?.
Ante la puerta de la iglesia había un mendigo anciano que se sostenía en sus muletas; Juan le dio los peniques que guardaba en su bolso, y luego prosiguió su viaje por el ancho mundo, contento y feliz.
Al caer la tarde, el tiempo se puso horrible, y nuestro mozo se dio prisa en buscar un cobijo, pero no tardó en cerrar la noche oscura. Finalmente, llegó a una peque?a iglesia, que se levantaba en lo alto de una colina. Por suerte, la puerta estaba sólo entornada y pudo entrar. Su intención era permanecer allí hasta que la tempestad hubiera pasado.
-Me sentaré en un rincón -dijo-, estoy muy cansado y necesito reposo.
Se sentó, pues, juntó las manos para rezar su oración vespertina y antes de que pudiera darse cuenta, se quedó profundamente dormido y transportado al mundo de los sue?os, mientras en el exterior fulguraban los relámpagos y retumbaban los truenos.
Se despertó a medianoche. La tormenta había cesado, y la luna brillaba en el firmamento, enviando sus rayos de plata a través de las ventanas. En el centro del templo había un féretro abierto, con un difunto, esperando la hora de recibir sepultura. Juan no era temeroso ni mucho menos; nada le reprochaba su conciencia, y sabía perfectamente que los muertos no hacen mal a nadie; los vivos son los perversos, los que practican el mal. Mas he aquí que dos individuos de esta clase estaban junto al difunto depositado en el templo antes de ser confiado a la tierra. Se proponían cometer con él una fechoría: arrancarlo del ataúd y arrojarlo fuera de la iglesia.
-?Por qué quieren hacer esto? -preguntó Juan-. Es una mala acción. Dejen que descanse en paz, en nombre de Jesús.
-?Tonterías! -replicaron los malvados-. ?Nos enga?ó! Nos debía dinero y no pudo pagarlo; y ahora que ha muerto no cobraremos un céntimo. Por eso queremos vengarnos. Vamos a arrojarlo como un perro ante la puerta de la iglesia.
-Sólo tengo cincuenta florines -dijo Juan-; es toda mi fortuna, pero se los daré de buena gana si me prometen dejar en paz al pobre difunto. Yo me las arreglaré sin dinero. Estoy sano y fuerte, y no me faltará la ayuda de Dios.